La estrategia chilena y la irracionalidad de la pretensión de una buena voluntad
por Álvaro Muñoz Ferrer El Mostrador.17 mayo, 2020
Hace algún
tiempo, Byung-Chul Han escribió que Oriente ha sido más exitoso que
Occidente en el control de la pandemia de enfermedad por coronavirus
debido a dos factores: mayor tecnología de seguimiento y una cultura de
obediencia cívica de origen confucionista orientada hacia el bien común.
La reflexión del pensador surcoreano es interesante porque revela la importancia de examinar cómo un modelo de sociedad podría incidir sustancialmente en la efectividad de una determinada medida sanitaria. Considerando que el gobierno ha intentado incentivar el distanciamiento social y el confinamiento dinámico a través de una estrategia infructuosa y en ocasiones bastante confusa, puede ser relevante analizar qué tipo de sociedad ha creado Chile.
La sociedad chilena contemporánea comenzó a configurarse en la década de 1980. Los encargados del diseño – los “Chicago Boys” – estudiaron directamente con Milton Friedman, padre del monetarismo y uno de los principales ideólogos del neoliberalismo norteamericano. Como visionariamente describió Foucault en su curso Nacimiento de la Biopolítica (1978-1979), la sociedad pensada por los neoliberales es una construcción de carácter empresarial. Esto quiere decir que el ejercicio del poder político debe ajustarse a los principios de una economía de mercado y, en consecuencia, la norma del comportamiento humano será el principio de la competencia. Esta norma define al sujeto neoliberal como un empresario que administra su propia vida como si fuese una empresa.
En nuestro caso, la inspiración estado-fóbica de Friedman se tradujo en la confección de una sociedad-empresa en la que los derechos sociales fueron reemplazados por seguros privados: cada persona vela por su propia seguridad a través de cuentas individuales de cesantía, jubilación, salud, entre otros asuntos.
Como asume la economía estándar, el comportamiento humano se supone racional y la racionalidad económica consiste en concebir a las personas como agentes económicos que buscan maximizar la utilidad individual de sus preferencias. En el caso neoliberal, la lógica de la competencia se disemina por la sociedad completa, por lo que el comportamiento económico excede lo puramente mercantil: la sociedad está en estado de competencia permanente y, en ella, el individualismo campea.
La descripción anterior podría explicar la infertilidad de la acción del gobierno para contener la curva de contagios. Cuando la autoridad sanitaria aborda la crisis pandémica con una estrategia dinámica y carente de seguimiento al estilo oriental, lo que espera es un comportamiento deontológico, es decir, pretende que cada individuo acate las normas por deber o por buena voluntad. Sin embargo, una sociedad fragmentada o, como diría Sartre, atomizada por la acción de la racionalidad neoliberal no actúa por deber; en ella, cada individuo opera según la lógica de la competencia.
Por ello, las personas quiebran cordones sanitarios, organizan fiestas masivas o corren a los centros comerciales. Peor aún, para el sujeto neoliberal sin garantías estatales y que vive el día a día, el análisis costo-beneficio es tan sencillo como brutal: “o arriesgo mi vida para ir trabajar o me muero de hambre”. Es decir, el desacato es una combinación de precariedad laboral e irresponsabilidad egoísta.
Maquiavelo nos enseñó que el arte de gobernar debe aplicarse sobre las personas realmente existentes, no sobre sujetos ideales. Esta lección es particularmente valiosa hoy: es irracional pretender un comportamiento virtuoso o guiado por una buena voluntad kantiana en sociedades que empujan a las personas a comportarse como empresas maximizadoras del beneficio individual. Se requieren medidas sanitarias estrictas y una política fiscal audaz; así lo entendieron los países que han enfrentado adecuadamente la pandemia.
Si el gobierno entiende lo anterior – tal vez algo de eso hay en la recientemente decretada cuarentena total para la Región Metropolitana – y, además, modera su pulsión winner – pulsión incompatible con la acción de gobernar en tanto que supedita el bien común al interés particular del ejecutivo – que lo lleva a querer rentabilizarlo todo, incluso su respuesta ante un virus implacable – recordemos que, según el oficialismo, todo el mundo felicitó la estrategia chilena y que, a diferencia del resto del continente, nuestro país estaba ad-portas de una “nueva normalidad” –, entonces podremos pensar en aplanar la curva.
La reflexión del pensador surcoreano es interesante porque revela la importancia de examinar cómo un modelo de sociedad podría incidir sustancialmente en la efectividad de una determinada medida sanitaria. Considerando que el gobierno ha intentado incentivar el distanciamiento social y el confinamiento dinámico a través de una estrategia infructuosa y en ocasiones bastante confusa, puede ser relevante analizar qué tipo de sociedad ha creado Chile.
La sociedad chilena contemporánea comenzó a configurarse en la década de 1980. Los encargados del diseño – los “Chicago Boys” – estudiaron directamente con Milton Friedman, padre del monetarismo y uno de los principales ideólogos del neoliberalismo norteamericano. Como visionariamente describió Foucault en su curso Nacimiento de la Biopolítica (1978-1979), la sociedad pensada por los neoliberales es una construcción de carácter empresarial. Esto quiere decir que el ejercicio del poder político debe ajustarse a los principios de una economía de mercado y, en consecuencia, la norma del comportamiento humano será el principio de la competencia. Esta norma define al sujeto neoliberal como un empresario que administra su propia vida como si fuese una empresa.
En nuestro caso, la inspiración estado-fóbica de Friedman se tradujo en la confección de una sociedad-empresa en la que los derechos sociales fueron reemplazados por seguros privados: cada persona vela por su propia seguridad a través de cuentas individuales de cesantía, jubilación, salud, entre otros asuntos.
Como asume la economía estándar, el comportamiento humano se supone racional y la racionalidad económica consiste en concebir a las personas como agentes económicos que buscan maximizar la utilidad individual de sus preferencias. En el caso neoliberal, la lógica de la competencia se disemina por la sociedad completa, por lo que el comportamiento económico excede lo puramente mercantil: la sociedad está en estado de competencia permanente y, en ella, el individualismo campea.
La descripción anterior podría explicar la infertilidad de la acción del gobierno para contener la curva de contagios. Cuando la autoridad sanitaria aborda la crisis pandémica con una estrategia dinámica y carente de seguimiento al estilo oriental, lo que espera es un comportamiento deontológico, es decir, pretende que cada individuo acate las normas por deber o por buena voluntad. Sin embargo, una sociedad fragmentada o, como diría Sartre, atomizada por la acción de la racionalidad neoliberal no actúa por deber; en ella, cada individuo opera según la lógica de la competencia.
Por ello, las personas quiebran cordones sanitarios, organizan fiestas masivas o corren a los centros comerciales. Peor aún, para el sujeto neoliberal sin garantías estatales y que vive el día a día, el análisis costo-beneficio es tan sencillo como brutal: “o arriesgo mi vida para ir trabajar o me muero de hambre”. Es decir, el desacato es una combinación de precariedad laboral e irresponsabilidad egoísta.
Maquiavelo nos enseñó que el arte de gobernar debe aplicarse sobre las personas realmente existentes, no sobre sujetos ideales. Esta lección es particularmente valiosa hoy: es irracional pretender un comportamiento virtuoso o guiado por una buena voluntad kantiana en sociedades que empujan a las personas a comportarse como empresas maximizadoras del beneficio individual. Se requieren medidas sanitarias estrictas y una política fiscal audaz; así lo entendieron los países que han enfrentado adecuadamente la pandemia.
Si el gobierno entiende lo anterior – tal vez algo de eso hay en la recientemente decretada cuarentena total para la Región Metropolitana – y, además, modera su pulsión winner – pulsión incompatible con la acción de gobernar en tanto que supedita el bien común al interés particular del ejecutivo – que lo lleva a querer rentabilizarlo todo, incluso su respuesta ante un virus implacable – recordemos que, según el oficialismo, todo el mundo felicitó la estrategia chilena y que, a diferencia del resto del continente, nuestro país estaba ad-portas de una “nueva normalidad” –, entonces podremos pensar en aplanar la curva.
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