por El Mostrador 17 mayo, 2020
No se logra
entender si el enredo de la agenda política gubernamental es una astuta
táctica política para llegar a una meta desconocida aún para la
ciudadanía, una falta de coordinación intersectorial por impericia
política o, simplemente, una ineptitud que desborda los límites de lo
razonable. Una agenda política gubernamental debiera ser certera en las
decisiones políticas y austera en los acuerdos parlamentarios sobre la
legislación indispensable. Pero, en los hechos, en las últimas semanas,
ha dado muestras de descontrol inusitadas y con un exceso de condimentos
comunicacionales, derechamente, innecesarios e inexplicables.
El Gobierno se embarcó en una tramitación de ley para entregar una ayuda económica a los sectores más deprimidos por la crisis, bajó los montos primeramente anunciados y, luego, ejerció un veto que obligó de mala manera a la oposición a aprobar las cifras que el Ejecutivo mantuvo a rajatabla.
El Gobierno demoró una enormidad en plasmar los mecanismos y reglamentos para la aplicación de los créditos con garantía, Fogape, los que están llegando demasiado lentamente a destino, y dejó fuera de cobertura real a los sectores más precarizados, muchos de los cuales ni siquiera están bancarizados.
El Gobierno, sin mayor consulta y de manera abrupta, envió a trámite
de Toma de Razón a la Contraloría un Decreto que entregaba facultades
propias de las policías a funcionarios de seguridad municipales, bajo
pretextos de seguridad y pandemia sanitaria. Alertado por el reclamo de
muchos alcaldes –algunos de ellos del propio oficialismo– sobre la
inconstitucionalidad de la medida, retiró el procedimiento y lo
reingresó seis horas después, sin ese evidente exceso. De igual manera,
la Contraloría levantó una advertencia de estricta constitucionalidad,
declarando que la responsabilidad civil y las competencias vigentes por
ley de las policías no podían verse afectadas. Ello constituyó un párele
en seco a los intentos de revivir el tema de crear especies de policías
municipales, ya zanjado hace más de dos años por inconstitucional por
el órgano contralor y que rebrotó, en estos días, con una inusitada
presión televisiva.
A lo anterior, se sumó otra “idea”, en este caso transversal, de postergar de manera indeterminada y hasta la dictación de una nueva Constitución, la elección de los gobernadores regionales. Por cierto, tal idea surgió del senador PPD, Jaime Quintana, pero fue un eco perfecto de los intentos permanentes de parte del oficialismo de abolir la consulta plebiscitaria sobre la Nueva Constitución y disminuir la densidad electoral del país en la perspectiva de la crisis.
La guinda de la torta fue el cierre sanitario de la ciudad de Santiago y la aceleración de las tensiones y crisis en el sector salud, además del deterioro económico de la población de menores ingresos. La situación es lo suficientemente compleja como para entender que estamos ante una cuestión de horas, y no de días, como umbral de seguridad alimentaria y sanitaria en vastos sectores del Gran Santiago. Y que, en parte, es consecuencia de apreciaciones injustificadamente exitistas previas y decisiones comunicacionales desacertadas del Gobierno frente a la pandemia.
No resulta coherente, entonces, en el actual contexto, distraerse en juegos de palacio y efectos políticos de auditorio. Menos, entramparse en escaramuzas parlamentarias o electorales, cuando se requiere de la voluntad de todos para que la gestión real de la crisis, que ya requiere de intervenciones microsociales, como distribución de alimentos en las poblaciones, se pueda realizar de la mejor manera.
Tampoco corresponde poner temas tan trascendentes de una manera liviana o sorpresiva, como son las competencias policiales o el control militar de la vida civil, cuando catástrofes o situaciones calificadas ameritan las excepciones constitucionales. Hacerlo de manera ligera, corresponde más a un automatismo ideológico y a prejuicios antidemocráticos, que a necesidades reales de la coyuntura. O simplemente a un autoritarismo reprimido que brota al primer desequilibrio social.
Son correctos muchos de los esfuerzos que se hacen por coordinar los recursos privados con los públicos en pos de generar gobernanza en la sociedad. Pero es el momento de la seguridad humana de toda la población y de certidumbre, especialmente, para los sectores desposeídos, desprovistos de redes de protección, el cual proviene del buen funcionamiento y amparo de las instituciones del Estado. Y en ello, la obligación de la autoridad política es actuar bajo estrictos cánones de legalidad y responsabilidad pública, y no sembrar dudas o desconfianzas con su conducta.
Textos y fotografía: Del Editorial de El Mostrador.
El Gobierno se embarcó en una tramitación de ley para entregar una ayuda económica a los sectores más deprimidos por la crisis, bajó los montos primeramente anunciados y, luego, ejerció un veto que obligó de mala manera a la oposición a aprobar las cifras que el Ejecutivo mantuvo a rajatabla.
El Gobierno demoró una enormidad en plasmar los mecanismos y reglamentos para la aplicación de los créditos con garantía, Fogape, los que están llegando demasiado lentamente a destino, y dejó fuera de cobertura real a los sectores más precarizados, muchos de los cuales ni siquiera están bancarizados.
Son correctos muchos de los esfuerzos que se hacen por coordinar los recursos privados con los públicos en pos de generar gobernanza en la sociedad. Pero es el momento de la seguridad humana de toda la población y de certidumbre, especialmente, para los sectores desposeídos, desprovistos de redes de protección, el cual proviene del buen funcionamiento y amparo de las instituciones del Estado. Y en ello, la obligación de la autoridad política es actuar bajo estrictos cánones de legalidad y responsabilidad pública, y no sembrar dudas o desconfianzas con su conducta.
A lo anterior, se sumó otra “idea”, en este caso transversal, de postergar de manera indeterminada y hasta la dictación de una nueva Constitución, la elección de los gobernadores regionales. Por cierto, tal idea surgió del senador PPD, Jaime Quintana, pero fue un eco perfecto de los intentos permanentes de parte del oficialismo de abolir la consulta plebiscitaria sobre la Nueva Constitución y disminuir la densidad electoral del país en la perspectiva de la crisis.
La guinda de la torta fue el cierre sanitario de la ciudad de Santiago y la aceleración de las tensiones y crisis en el sector salud, además del deterioro económico de la población de menores ingresos. La situación es lo suficientemente compleja como para entender que estamos ante una cuestión de horas, y no de días, como umbral de seguridad alimentaria y sanitaria en vastos sectores del Gran Santiago. Y que, en parte, es consecuencia de apreciaciones injustificadamente exitistas previas y decisiones comunicacionales desacertadas del Gobierno frente a la pandemia.
No resulta coherente, entonces, en el actual contexto, distraerse en juegos de palacio y efectos políticos de auditorio. Menos, entramparse en escaramuzas parlamentarias o electorales, cuando se requiere de la voluntad de todos para que la gestión real de la crisis, que ya requiere de intervenciones microsociales, como distribución de alimentos en las poblaciones, se pueda realizar de la mejor manera.
Tampoco corresponde poner temas tan trascendentes de una manera liviana o sorpresiva, como son las competencias policiales o el control militar de la vida civil, cuando catástrofes o situaciones calificadas ameritan las excepciones constitucionales. Hacerlo de manera ligera, corresponde más a un automatismo ideológico y a prejuicios antidemocráticos, que a necesidades reales de la coyuntura. O simplemente a un autoritarismo reprimido que brota al primer desequilibrio social.
Son correctos muchos de los esfuerzos que se hacen por coordinar los recursos privados con los públicos en pos de generar gobernanza en la sociedad. Pero es el momento de la seguridad humana de toda la población y de certidumbre, especialmente, para los sectores desposeídos, desprovistos de redes de protección, el cual proviene del buen funcionamiento y amparo de las instituciones del Estado. Y en ello, la obligación de la autoridad política es actuar bajo estrictos cánones de legalidad y responsabilidad pública, y no sembrar dudas o desconfianzas con su conducta.
Textos y fotografía: Del Editorial de El Mostrador.
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